taller de escritura





Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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El libro de la sabiduría


     Me explotó el corazón. En este cruce de caminos, el ramalazo me clavó en la cruz del martirio. Padecía un dolor agudo, punzante, lacerante, ardiente, terebrante, agobiante, urticante, taladrante, quemante, urente. Tiene toda la razón el cura cuando dice, que si no se entiende el misterio del amor, no se entiende el misterio de la cruz y del martirio cristiano. Mi verdugo era el amor y mi suplicio tan suave.

ángel leyendo      Mi verdugo era un ángel femenino. Sí, lo supe este día: los ángeles tienen sexo y el del mío era femenino. Un ángel rubio, con una melena de oro vaporoso con la que jugaba un céfiro celeste para aureolarle de divinidad. El sol de agosto concentraba todos sus rayos en la cara de mi ángel o tal vez, al contrario sacaba su luz de mi primer amor.

     Me da vergüenza decirlo, pero pienso hoy que me hubiera encantado ver su inocente desnudez incluso una desnudez no inocente, pero mi amor estaba vestida, y la brisa del olvido se había llevado ropa y cuerpo. Un libro me escondía su rostro tan inefafable como sobrehumano. No lo veía, pero la sabía porque el amor sabe todo, el amor va más allá de las prosaicas contingencias terrestres. Toda la atención de mi ángel estaba aspirada por el libro. Hubiera querido ser este libro para que se hundiese en mí el elfo soberbio.
     Estaba sentado en una cepa en mi bosque preferido debido a la sombra dulce y profunda de sus árboles... ¿Qué cojones es esto? En mis recuerdo mi amor resplandecía con una luz intensa y en la realidad mi bosque siempre había sido sombreado. ¡Pedir razón a un enamorado, es pedir peras a un olmo. ¡Cupido es un Dios engañador! y me jactaba yo de no haber sido engañado jamás tampoco de serlo jamás.
     En aquella época, estaba orgulloso de poseer todas las cualidades del varón protector, batallador y muy poderoso. Pero al ver esta aparición maravillosa tuve el reflejo de huir. El reflejo del cazador instintivo, el miedo de hacer desvanecerse el encanto que me había untado de entorpecimiento, pero también la vergüenza de la sangre de la que estaba maculado.
     Había oído a alguien decir que el hombre es un cazador nacido. Entonces, de hombrecillo a hombre de verdad, solo hay un escalón: la caza. Afortunadamente, me gusta cazar. No para alimentarme, sino por gusto de la crueldad. Me llamaban «Mataves» crasis     Me encantaba quedarme al acecho y pedir al azar, que me designara a los que iba a matar con un tirachinas febril. Es para esto que tenía siempre los bolsillos llenos de piedras, bolsillos que mi madre me reprochaba por tener que remendar siempre. Pero me gustaba también buscar a las que había tocado, herido, en las espesuras y los matorrales, y asistir a su agonía antes de hacerme un collar de cadáveres. Mi ropa estaba siempre desgarrada y manchada de sangre.
     Y de repente, de regreso de mis actos de valentía, una visión venida directamente del paraíso se me clavó en medio del sendero. Tiré mi collar y me escondí detrás de un árbol. Me creía gran cazador, solo era chiquitín grandullón.
     ¿Qué estaba leyendo mi ángel? ¿La Biblia? No, su libro no tenía los cantos dorados, cada uno sabe que la Biblia se reconoce por sus cantos dorados. Los otros libros no tienen derecho a tenerlos. Estaba hipnotizada por el libro (les recuerdo que mi ángel tiene sexo y que es una chica, hermosísima, pero una chica a pesar de todo), indudablemente, era un libro santo. Un libro de ángeles, que leen los ángeles. Me quedé admirándola, hasta que cerró el libro y se fue andando. Por supuesto, no era tonto, sabía que no iba a desplegar sus alas y echarse a volar, pero me gustaba tanto la idea del ángel.

***

     Los días siguientes, dejé mi tirachinas en casa y volví a la caza a esperar: la del amor. Desde el día de la aparición milagrosa, siempre iba acicalado por si las moscas... Fue muy difícil encontrar ropa decente, fue más difícil afrontar las miradas asombradas de mis padres, de los vecinos, de mis amigos.      Y yo, cabecilla del pueblo, pícaro del bosque, pesadilla de maestros (y mejor de maestras), mejor saltaparedes de la región, incorregible enredador, vivaracho de día como de noche, juguetón de reputación, atarantado pillo, diablillo de campos, fingía no haber oído como perdido en el invento de una nueva travesura. Muchas veces estuve a punto de volver a mis primeros amores de niño malo burlándome de las callas, las guarras, las zorras, las tarugas, las lagartas y putarracas, las cargas... Para resumir, cagarme en las mierdecillas (muy gracioso el juego de palabras ¿no?) es decir en las chicas.
     Me cagaba antes, porque ahora todo había cambiado. Ahora, mis amigos ya no se atrevían a tomarme el pelo, pero faltaba un cabello que lo hicieran. Y yo, estaba a punto de consentir dejar el liderazgo a otro e ir a esperar a mi ángel sin pedir otra cosa que verla (¡Qué cómoda es la silepsis!). Tras una semana sin que nadie se quejara de mí, mi madre fue a la iglesia para encender un cirio y agradecer a Díos por haberme dado las ganas de acercarme a los ángeles. ¡Tenía razón! Pero no vino mi ángel.
     En el bosque, intentaba acordarme de la maravilla del primer día. Me dejaba acariciar por el viento, el que había jugado con los pelos de mi ángel, pero el susurrar del viento era solo el gemir de mi alma. Mi ángel dejaba el bosque, era una traición. ¿Dónde estaba? ¿Por qué me abandonaba?
     Ya ardía en celos. ¿Estaría con otro? Bebía los vientos por ella. Me decía: «Voy a cogerla in fraganti, las manos en la masa. Si le echo la garra a este maricón... » Me enfurecía pensando en actitudes incorrectas, obscenas, atrevidas o inconfesables. Pero vacilaba en dejar el lugar santo por miedo a romper el encanto, que sin embargo perdía su fuerza en el curso de los días.
     Mi instinto de cazador me volvió de un golpe y me eché a husmear sus pasos sobre la senda como un perro rabioso. Por supuesto, un ángel, incluso de carne y huesos, no deja huellas visibles ni profundas.Debí recurrir a toda mi ciencia nacida de cazador despiadado para encontrar el buen camino. Pero la recobré.
     Fui al salir del bosque, en el parque de la propiedad del conde, donde percibí a mi ángel leyendo. Increíble, no era el mismo libro. Mi ángel tenía varios. Esta vez la cólera me impidió recaer bajo el encanto: la silueta de un gilipollas gesticulaba demasiado cerca de mi ángel que continuaba leyendo imperturbablemente. Mi sangre hizo solo una vuelta. Me lancé para romperle las narices.
     El cabrón huyó. Pero ya estaba en la verja del parque. Mi ángel levantó la cabeza, ¡Qué señal del destino! Mi suerte volvía a galope. Mi ira hirviente se congeló al instante y me convirtió en un iceberg azul y tonto, sumergiendo el 90 % de mí mismo. El 10% que me quedaba permanecía frío y quieto. Yo, ¡callado como un vulgar patán! Tartamudeé. Mi suerte legendaria velaba sobre mí, desde las primeras palabras mi ángel me dirigía un cumplido. No sabía lo que era exactamente un maratoniano, de lo que estaba seguro es que era un cumplido. Y un maratoniano fuerte como sus pisadas por añadidura. En efecto, en el mimo momento, una mujer abrió la ventana y gritó,      Angelina me mandó un beso y se fue, ligera como una pluma (un pluma de ala de ángel). Había adivinado su nombre. Angelina, el más bonito nombre que se pueda encontrar en nuestra tierra, un ángel que me manda un beso... Debí elaborar un plan de acción. ¿Qué sabía? Que a Angelina le encantaban los libros y que cada día hacía equitación en el club hípico Los indios.

***

     Al día siguiente estaba leyendo en la puerta del club hípico Los Indios. Al final del día anterior había revolucionado el pueblo para buscar a alguien que conociera la dirección del club. Ernesto, el guardia campestre, la conocía. Había trabajado allí. Pensaba que iba a hacer una mala faena, pero ya que lo habían despedido estaba encantado de darme la información. Mi pregunta siguiente lo asombró mucho:      Ernesto registró su trastero y me desalojó un viejo libro de pequeño tamaño con la cubierta desgarrada y medio quemada. Me dijo que un Lazarillo como yo, tan loco como Don Quijote debería calar su silla con Cervantes. Al verme volver con un libro sobre el brazo, mi madre se santiguó y se fue a la iglesia para encender otro cirio.
Al cabo de cuatro o cinco horas de acecho (viva la paciencia del cazador que espera), vi llegar a Ángelina y a su padre. Me eché a hacer círculos delante de la puerta, fingiendo leer. El padre de Ángelina me apostrofó, Levanté la cabeza sin responder nada, había demasiadas palabras que no entendía. Angelina puso sobre mi libro una mirada golosa. Con la punta del pie tracé unas líneas. Una luz de asombro turbó su mirada. Mi instinto de cazador me advirtió de que la presa se me iba a escapar si dejaba la desconfianza instalarse. Era la hora de la estocada, la del encarne, tenía que encontrar el argumento que la asomara de un solo golpe. De repente se me ocurrió la idea fantástica, la trampa en la que caen todas las nenas: Puse el índice sobre los labios. La mirada emocionada de Agelina me reveló que había dado en el blanco. Una corrida al revés de lo que quería. Yo era el toro y Angelina la de las verónicas armada con una espada de palabras incomprensibles al punto de matarme. No temía una espada larga y aguda de hierro, pero ¿cómo evitar los golpes terribles de una espada de palabras cortantes?      Angelina se acercó y me dio un beso en la mejilla. Este beso causó en mí el mismo efecto que la Kryptonita en Superman. En este momento, supe que Supermán (yo, para los que no siguen) era un hombre querido, amado, adorado. Angelina se había atontado por mí.
     Para decir toda la verdad, había que matizar la perfección de Superman, le faltaba, es solo un detalle, una facultad insignificante y casi inútil. Había llegado a volver locas a dos maestras con su comparmiento, digamos, chistoso... ¡pero un chistoso tan gracioso! Despues de dos años, todavía, no sabía leer ni una letra del abecedario.
     El beso de Angelina y un libro también son Kryptonia, pero valgo más que Superman ya que puedo superar los efectos de un libro (lo del beso de Angelina, no, tampoco lo quería). Había tomado sin pensarlo, una decisión muy importante, y cuando Superman quiere algo...

***

     Una vez más me sonrió, una suerte extravagante, ayudándome en mi afán. Cuando volví a casa, encontré a mi madre llorando y a mi padre postrado por haber sido despedido ¡Qué felicidad! ¡Qué ilusión! De repente ví la señal del destino.
     En el camino de vuelta, una pregunta torturaba mi cerebro, ¿cómo conseguir aprender a leer sin ser la burla de mis compañeros? Yo, el gandul absoluto y orgulloso de serlo, ¿cómo bajar mis pantalones sin mostrar mis partes íntimas? No cabía duda de que quedarme en el pueblo era tarde o temprano, ser apuntado por esos cobardes, quienes ni hubieran tenido el valor de mear en la pizarra para borrar el nombre de los castigados, sería la manera más segura de perder toda dignidad. Necesitaba ayuda y me ayudó la honda mirada de Angelina que surgió en mi mente.
     Un día, la maestra dijo: «existen al menos 12 billones de neuronas». No sé porqué me acuerdo de eso, pero es la prueba de que soy muy inteligente: aprendo sin escuchar. 12 billones de neuronas es mucho, y yo, tengo al menos tres ideas por neurona, es decir 36 mil ideas (tampoco tengo problema con la aritmética - otro juego de palabras). Y otra vez la estocada después de tomar mi aire más suave de contrición, el del angelote sufre dolores de insaciables verdugos : Incluso llegué a hacer temblar dos miserables lágrimas en mi mirada. A mi madre, se le pusieron los ojos en blanco, la había trastornado tanto, que no podía más. Nos mudamos a Madrid.
     El primer día en el colegio, grabé «Angelina» en la madera del escritorio. Por supuesto fui castigado, pero fue la última vez. Siempre tenía el nombre de mi ángel a la vista. Entonces, se produjo el milagro. Cada año, el primero de la clase era YO. Mi madre estaba loca de contenta.
     Lo que me fastidiaba era estar en clase con una pandilla de revoltosos, una banda de golfos, capaces de hacer tonterías y reírse a carcajadas. Cada día, seguían retrasándonos. Un día, intenté explicar a esos idiotas la belleza del saber. Me insultarón, me trataron de maricón (pobre Angelina) e incluso me pegaron. Mi único refugio fue la mirada de Angelina admirándome mientras leía.
     Por fin, pude leer el libro de Ernesto, era El lazarillo de Tormes, una broma del destino. Leí también El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha de un tal Cerván Tres (era tontísimo en la época del pueblo). ¿El amor empuja a hacer locuras o es que el loco no soporta tanta emociones? Yo también estaba enamorado, pero no hacía locuras, todo eso es solo literatura.
     ¿Enamorado?, ¿Yo?, a ver. Quizás, porque en el instituto no tengo el mismo escritorio. Ahora, no tengo ganas de grabar el nombre de la chica que fue mi ángel. Es un recuerdo muy suave, nada más. Pero mi ángel me había abierto las puertas del espíritu. Cazar a los pájaros, criaturas del cielo, era otra señal del destino, ahora cazaba ideas expresiones celestiales y los libros eran mi morral.
     Solo me interesaba llegar a ser culto. Me encantaban la distinción, la finura, el refinamiento, la clase, la elegancia, el estilo. Desgraciadamente, mis compañeros no tenían ambición de elevar la mente, sino de cosas muy triviales. Trocaban direcciones de puticlubs, bares de alterne, burdeles, prostíbulos, casas de lenocinios o nombre de calles calientes con putas en fila. Todos, lugares de perdición, de instintos bajos y malos, de sumisión a la parte más oscura y más despreciable del hombre.
     Yo, prefería a gente refinada, culta, poetas como por ejemplo Oscar Wilde, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Rafael de León, Federico García Lorca, Yishaq Ben Mar-Saul, Luis Cernuda, Emilo Prados... También leía libros de la biblioteca del Orgullo, obras de Manuel Puig, Reinaldo Arenas, Tennessee Williams, André Gide, Jean Cocteau...
     Por supuesto, en el instituto nadie nos hablaba de estos genios. El instituto siempre quiere lo más acádemico y lo más aburrido. Conocí a estos poetas, estos escritores en tertulias. No iba para discurrir, porque era demasiado joven para atreverme a hablar delante de un público tan sabio, tan culto, pero si para escuchar. Había muchas tertulias en el barrio de Chueca, mi barrio preferido.
Y ocurrió lo que había esperado. Me volví, Angelina estaba enfrente de mí, pero ya no era mi ángel, sino una bruja con arrugas en la medias, pelo rubio sucio, gafas con cristales gruesos, bigotes de al menos tres días sin afeitar y tantos granos de pubertad y espinillas en la cara, que parecía más ser un acordeón que la tez diáfana de mis recuerdos. ¿Quizás los ángeles crucen como los humildes mortales la edad del pavo? Un joven hermosísimo se acercó y, al verlo, me explotó el corazón...

Antón Terías, diciembre 2010


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