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Djebel Zenhá
La noche era obscura, totalmente negra, sin luz, sin estrellas, sin luna. Por muy ancho que
fuera el paisaje que nos rodeaba, las tinieblas abolían toda profundidad. El ajuste de las luces en las
consolas de navegación estaba al mínimo para que se afianzara la vigila de un horizonte fantasma.
Había, sobre todo, que recelar de las felucas nativas que navegaban sin luces de orilla a orilla de
aquel mar. solo, detrás de las portas del puente de mando, el balanceo incansable del fuego de proa
y el rotundo roce del agua sobre el casco estructuraban el espacio en los alrededores del «Rodin».
Las dos puertas laterales de la timonera quedaban entreabiertas para que el viento, cargado de sal,
de olor a pintura y acerco cálidos, nos permitiera aguantar el sofoco veraniego del Mar Rojo. A
veces yo pasaba estas puertas para acudir a las atalayas exteriores y disfrutar del borrascoso aire
tibio en la cara.
Me gustaba estar aquí, en el centro de la nada, mientras que las vibraciones sonorosas y
olorosas de las venticinco mil toneladas de acero lanzadas hacia el Océano Índico me transmitían su
sosegada potencia.
Desde que subí a mi guardia, a las tres de la madruga, hacía ya tres horas, no había pasado
nada destacable a pesar de una alarma en la sala de máquinas y el corto y habitual intercambio
telefónico con el chico mecánico de torno: «Nada, como siempre, ¡joder!, regreso al camarote,
buenas ¡y, coño, no vuelvas a llamarme!»; tampoco había ecos que se asomaban en la pantalla del
radar, solamente la brujería de una noche en alta mar. Durante este tiempo habíamos intercambiado
pocas palabras con el hombre de vigilancia, cuya presencia se manifestaba de vez en cuando solo
con el punto ardiente de su cigarrillo. Las órdenes eran pasar al este del archipiélago de Djebel
Zukur , por eso el rumbo era de 163°. La ruta tradicional era pasar al oeste de Djebel Zukur, pero
por razón de eventuales minas se aconsejaba doblarlo por el este. El capitán, cauteloso, siguió el
consejo y me había designado sobre el mapa esa roca solitaria, Djebel Zenhá, como punto de
cambio de ruta, a una milla náutica de distancia de ésta, para que lo trazara con lápiz.
Había calculado que debíamos llegar a este punto poco antes de las siete, cuando se
terminase mi guardia. Me alegraba cruzar de día ese sitio del Mar Rojo que aún no conocía y poder
otearlo a gusto a través de los primáticos. Las rutas de este mar me las conocía de memoria, de cabo
a rabo, de cabos a cabos, de islas a islas, por haberlas recorrido de norte a sur y de sur a norte, desde
el golfo de Suez hasta el estrecho de Bab el Manded y al revés, casi todos los dos meses desde hacía
un año y medio. La distancia del eco bien nítido de la isla norte de Djebel Zukur, que ya se asomaba
en la pantalla del radar confirmaba mis cálculos. Ahora amanecía. La capa continua de las nubes
filtraba una luz blancuzca y triste. El mar salió gradualmente de las tinieblas y apareció grueso, gris,
jaspeado de espuma sucia. La visibilidad resultaba escasa, sin embargo se vislumbraba la tenue
silueta de Djebel Zukur, la más alta, suspendida en la lejanía vaporosa del horizonte. Mi timonel me
la señaló, sin que una palabra saliera de su boca, con un gesto inequívoco como un código que
compartiéramos entre nosotros, sabiendo que desde luego me había enterado. Fijándome más en la
navegación, me puse antonces delante de la pantalla en busca del eco de Djebel Zenhá, que seguro
que debía aparecer temprano por sus ciento cincuenta metros por encima del nivel del mar.
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Era el verano 1984, navegaba de segundo oficial de cubierta, encargado de la navegación, en
las líneas mercantes del Índico. El viaje demoraba tres meses de Marsella hasta Marsella, pasando
por Yibuti, la Isla de la Reunión, Madagascar, sin olvidar las Seychelles y la Isla Mauricio. Me
encantaban aquellas estadías. Me empeñaba en aquel tiempo en pasar el invierno del hemisferio
norte en el Océano Índico. Cumplía yo ventitrés años y todavía estaba entero.
En aquel verano aparecieron minas en el Mar Rojo y en el golfo de Suez. Varios barcos de
diversas nacionalidades fueron alcanzados por estos funestos artefactos. Países como Estados
Unidos, cuya flota habíamos visto pasando el canal de Suez, la Union Soviética, Francia, Gran
Bretaña e Italia enviaron buques de guerra especializados para ayudar a Egipto a limpiar las rutas
marítimas. Muchos señalaron a Libia como presunto culpable de esa nueva forma de terrorismo.
Recuerdo qué lío armó este acontecimiento en el mundo marítimo. Nuestra compañía estuvo a
punto de interrumpir sus líneas en la zona. Era muy difícil evaluar el riesgo que corrían los buques
mercantes. Fueron necesarias muchas semanas para desembarazarse de esta amenaza.
El capitán Río que mandaba el «Rodin» era muy celoso con este problema, nos hostigaba
para que aseguráramos una vigilancia óptica perfecta. Nada más vislumbraba desde su camarote
cualquier bulto flotando en las cernanías del barco, acudía al puente de mando preguntando por lo
que era eso. Hasta el punto de que, al final de su guardia de noche, el Primer Oficial, harto de todo
eso, escribió como broma en el cuaderno de a bordo que había observado «un artefacto esférico
erizado de pistones flotando a unas varas del buque». ¡El apremio del «viejo» decuplicó!
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Por más que me me gastara los ojos observando el giro sin fin de la exploración luminosa de
la pantalla del radar, no notaba ningún eco que pudiera ser esta maldita roca aislada, que teníamos
que dejar a mano derecha antes de alterar nuestra ruta hacia el sur. Una rápida ubicación lograda
con el eco reconocido de Djebel Zukur nos indicó que estabamos ya acercándonos a ese puntito
dibujado en el mapa n°7099 Servicio Hidrográfico francés, nombrado «Djebel Zenhá», acompañado
de la cifra «150 m» y ubicado por 14° 09' N/ 42° 55 E. Lo increíble era que no se veía nada, ni con
los ojos, ni con el ojo electrónico del radar, ni con nada...
Nada de nada, el mar, solo el mar verde gris de la madrugada, y a lo lejos a estribor, en la
luz naciente del día, las peñas desérticas de Djebel Zukur. Pero nada de los ciento cincuenta metros
de roca del tal Djebel Zenha. El sondeador no detectaba nada más que los fondos abismales del
lugar. Trastornado, no sabía que hacer. Experimentaba la sensación de una pesadilla, como si al salir
de las tinieblas cálidas de la noche hubiéramos ingresado en un mundo paralelo, muy parecido al
anterior pero no del todo igual: el barco era igual, las islas de estribor también, sin embargo dudaba
de las aguas en las que cruzábamos, situadas al linde de ambos mundos, entre sueño y realidad.
Un rayo de sol rojeó los acantilados de Djebel Zukur, haciendo las islas más reales, menos
inmateriales. Al mismo tiempo, el sol brotó del horizonte en el cielo despejado de babor
acabando con los hechizos de aquella madrugada sobrenatural y, desde Arabia, dio el toque inicial
del bochorno cotidiano. Despertándome de esta angustia, acudí al piloto automático y actué para
que el «Rodin» se encaminara ahora rumbo al estrecho de Bab del Mandeb. Despues llamé al
capitán por teléfono para que subiese a la timonera.
El capitán, a pesar de todo, era buena gente. Delgado, de andar caballeroso, tenía la
distinción de los tiempos pasados cuando llegar a capitán de travesía era la meta de una vida
entera, de esos inadaptados, que seguían navegando por no encontar otro lugar en el mundo actual
donde cabiesen. Pude explicarle en plata lo sucedido y compartir mi ansiedad frente a este embrujo.
Antes de nada, buscó el mapa correspondiente de la Admiralty británica: constaba con el
mismo «Jabal Zana» a unas ocho millas al este de «Jabal Zuqur». Después de una larga reflexión,
me miró con su sonrisa de viejo lobo de mar fatalista, una chispa de picardía en la mirada: «Bueno,
hay unos que descubren islas misteriosas, nosotros acabamos de hacer todo lo contrario... Navego
también por primera vez en las aguas de este lado de Djebel Zukur, que no es la ruta usual.
Posiblemente nadie se ha enterado de este error en la cartografía, por eso nunca fue corregido... En
realidad, no pasó nada, usted ha pasado y cambiado de rumbo donde cabía... No obstante, redacta
un aviso para el Servicio Hidrográfico, pediremos al radio que lo envíe. Dentro de una hora y media
doblaremos la isla Perim, hágame llamar al enganchar Bab del Manded. Buen fin de guardia».
Poco después, mi guardia ya terminada, reconocí la torre de Perim desde la cantina de los
oficiales donde tomaba mi desayuno. Al entrar en el golfo de Aden, el tiempo había cambiado: el
cielo ya estaba totalmente despejado, el mar lleno, se había disipado el vaho lechoso de la
madrugada. Ahora el viento de este traía un residuo olor a monzón. Me fui a descansar en la sombra
apaciguadora y refrigerada de mi camarote mientras el ardor del sol iba creciendo, todavía con esa
inquietud remanente e infundada, que tendría que desvanecerse a medida que nos fuéramos
acercando a las dichosas islas del lejano sur.
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Esta inquietud remanente y en aquel tiempo infundada volví a experimentarla menos de dos
años después. Nuevamente fue como salir de unas tinieblas cálidas; nuevamente este desasosiego
frente a una situación extraña, repentina e incontrolada; nuevamente este sudor que empapaba mi
ropa haciéndome recordar el bochorno marítimo de los veranos de esos lugares de la península
arábica, los más calurosos del planeta; nuevamente esa pesadilla de los dos mundos paralelos: el
normal que se había esfumado, y este sueño que vivía, que sentía, que padecía constituía el otro
mundo, a pasar de la realidad táctil de las sábanas en desorden que arrugaba con mis manos
crispadas. Ese mundo, que parecía entonces al ambiente sordo, oloroso, de mis noches de guardia.
Ese mundo no todavía completamente real o razonable que descubría yo en el vaho incierto del
amanecer, ese mundo despiadado y engañador que rechazaba yo por romper el encanto acogedor de
una noche marina, esa ilusión de total libertad, que suelen traernos estas sombras cristalinas ajenas
de la contaminación luminosa usual en nuestros países. Pero no era olor a sal, a pintura y acerco
cálidos el que ahora me rodeaba, no era el mareo de aquella noche de lo de Djebel Zenhá lo que
sentía, aunque me surgió en estos momentos el acontecimiento ya olvidado, no eran las vibraciones
de los potentes dieseles las que me mecían, no era el capitán Río, el fulano con blusa blanca que se
doblaba sobre mí. Pero sí, era un mundo sumamente real y cruel en él que volvía a nacer, mundo
con olores extraños, con alarmas de aparatos excéntricos como los de navegación, con el mismo
silbar. Una resaca tremenda me impedía entender lo que me decía la persona, que trataba de
tranquilizarme. Me hizo falta mucho tiempo para enterarme de que era el practicante de turno
informándome con una voz neutra, que me despertaba en pos de un accidente de tráfico y que
ahora todo andaba bien, o lo «mejor posible». Me encontraba doliente, acorralado en los remolinos
de las sábanas de una cama médica, empapado de sudor helado, agarrado a los barrotes metálicos de
aquella lancha encallada. No me dolían de verdad las piernas, sino que me pesaban enormemente:
de ellas solo habían podido salvar el muslo izquierdo.
Tuve muchas dificultades para subir esos peldaños resbaladizos, que llevaban hacia la
realidad reconstruyendo poco a poco lo que había ocurrido: ese interminable viaje en avión sin
poder descansar regresando de las lejanas islas de Oceanía, ese coche de alquiler, que me esperaba
en el aeropuerto, esas ganas de llegar rápidamente a casa por tener solo tres semanas de vacaciones
antes de volver a correr medio mundo hacia donde el barco, y nada: hueco negro, noche obscura, sin
luz, sin estrellas, sin luna. Al final del túnel, como un amanecer mohíno, solamente la cara fría y
distante de ese doctor a quien no se podía en absoluto explicar como volvía yo a fracasar en mi
búsqueda inconciente a Djebel Zenhá. El cansancio del viaje habrá sido fatal.
Empezaron entonces mis navegaciones por las aguas emponzoñadas de la desdicha. El
viento negro de mi rabia, de mi rebeldía, de mi incomprensión empezó a soplar sobre mi destino.
Me encontraba estropeado, hastíado, totalmente arruinado. Estancado como los restos de un barco
embarrancado en el clima maligno de un hospital. ¿Con qué había tropezado?, ¿qué escollo
escondido me había engañado por falta de acecho? No podía conformarme con eso, no quería vivir
esa vergüenza de mutilado, en las miasmas de una habitación, de un piso, de una casa, de una
ciudad. Necesitaba yo el aire mineral del mar para hincharme el pecho, el espacio inagotable de las
aguas mis viajes océanicos para llenar mi alma. Al menos lo pensaba en aquella época. Siguieron
meses y meses de quejas, de fiebres, de vida robada, de angustias. Tiempos de miedo y de
navegaciones a tientas por las comarcas turbias de mi geografía mental. Buscaba en vano un sentido
a mi desgracia. ¿Por qué a menudo mi saliva sabía a esa aguda inquietud que experimenté en el sur
del Mar Rojo, esa madrugada del verano 84?
¿Tenía mi accidente relación alguna con la desaparición de esa roca aislada del archipiélago
de Djebel Zukur? No podía encontrar ningún sosiego sin saberlo, sin averiguarlo.
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Me puse, entonces, a pesquisar sin tregua sobre Djebel Zenhá, desde mi cama, desde mi silla
de ruedas, desde mi casa, con Internet, por teléfono, mientra me enseñaban el uso fastidioso de mis
nuevas piernas mecánicas. Lo hacía con una paranoia malsana, mórbida. Buscaba nervioso en todas
partes la más mínima información náutica de ese lugar, en todos los catálogos de mapas del
mundo, que se podía hallar: ninguno hacía referencía a Djebel Zenhá, como si ese pedazo de roca
viniera de un mundo imaginario. Llegué a pedir a un amigo mío árabe, que buscara en los
documentos náuticos de esos países ribereños del Mar Rojo: en vano porque ellos utilizaban casi
exclusivamente documentos norteamericanos o europeos. Ni siquiera pudimos encontrar una
etimología convicente a la palabra «zenhá». Said, ese amigo que se lucía por su romanticismo, me
aseguró que «zenhá» le sonaba como «misteriosa» en árabe clásico. «Djebel Zenhá» es decir «la
montaña, la peña misteriosa». Lo que le hacía recordar la «isla pez» del primer viaje de Simbad el
Marino cuando ese, para reparar su fortuna, se estableció sobre lo que resultó ser «un gigantesco
pez o ballena en el que los árboles han echado raíces por el largo tiempo, que ha estado durmiendo
cerca de la superficie"; y cuando el pez se sumergió, Simba se quedó en las aguas, sin barco,
salvándose por los pelos con un barril enviado "por la gracia de Alá". Porqué no, ¡hombre!, porqué
no: ¿estaba yo buscando por la mística "isla pez" de Simbad del cuento de las mil y una noches?,
porqué no, en esa historia ya todo me parecía un sueño, un ininteligente y penoso sueño. Pero no
soñaba el capitán cuando me indicó este puntito dibujado sobre el mapa 7099, acompañado de las
dos palabras "Djebel Zenhá"!; ¡no soñaba yo cuando trazé sobre el mismo mapa una ruta que
pasaba por un "way point" a una milla al este de esta diabólica roca! ¿Por qué no se podía encontrar
la edición de 1982 de este maldito mapa titulado "De Al-Huadaydah hasta Al Mukhá", seguramente
el que usabamos a bordo del "Rodin".
Harto de buscar en vano, acabé por dirigirme al capitán Río. No lo había encontrado desde
esa travesía del 1984. Así andaba nuestra vida de navegante, viviendo y trabajando juntos muchos
días sin jamás volver a encontrarnos, unos compañeros a los que se olvidaba, otros cuyo recuerdo se
cobijaba en los más remotos limbos de nuestra memoria y que repentinamente volvía a la superficie
por una sola palabra, un olor peculiar, un sentimiento preciso, o unas circunstancias anodinas, Río
formaba parte de esos últimos. No fue tan fácil ubicarlo. Trabajaba aún para la misma compañía,
terminando su carrera en un despacho de París. Moraba en las afueras adineradas de la capital. En
aquella época empezaba a hacerme con mis prótesis y pude viajar a su casa en un coche que Said
conducía.
Lo encontré transformado, no tenía ya la soberbia del capitán de travesía que recordaba. Su
mirada llevaba el cansancio de los que ya habían soñado sus sueños, esperado sus esperanzas,
vivido lo que le tocaba vivir. Parecía un albatros vergonzoso y agotado puesto en la playa donde
nunca más podría extender las alas para liberarse de la pesadumbre de ese mundo terrestre. Me
acogió con cortesía pero con frialdad. No, no me recordaba, sí, de esa travesía en la época de las
minas. Le conté mi obsesión y lo de Djebel Zenhá, procurando no quejarme de mi situación. Sin
embargo el diablo siendo más diablo por viejo que por diablo, él se enteró de mi profundo
desaliento. Callado, me escuchó largamente con asombro. Mientras le informaba de mi búsqueda al
respecto de ese extraño fenómeno, que habíamos vivido, la chispa de picardía volvió a encender su
mirada. Cuando terminé me dijo divertido: «Mire usted, se deben leer los mapas como los libros.
Tratan de reseñar objetivamente el terreno pero acaban, en realidad, por ser ficciones tan creíbles
como las de unas novelas bien ajustadas. Cada uno encuentra en ellas lo que buca, aunque no
estuviera escrito. Cada mapa es una página del gran libro de la tierra y del mar, un gran libro, en el
que el hombre intenta interpretar el planeta donde le toca vivir. Los topónimos de su invento que se
encuentran en ellos son los reflejos de sus fantasmas, sus espejismos, sus creencias. Fíjese bien,
muchas veces no constan en absoluto con la realidad del lugar. No me extraña mucho, que no haya
encontrado un origen verosímil a la palabra «zenhá» o «zana».
Eso es cierto, pensé, los mapas y planos, cuyas tramas fueron levantadas a fines del siglo
XIX y que usábamos todavía esos años, demostraban todo eso. Qué oficial de cubierta no había
hecho tiempo durante las interminables guardias en alta mar, recostado sobre la mesa de mapas,
observando el dibujo casi artístico de las costas, las líneas caprichosas de las curvas batimétricas o
topográficas, escrutando todos los detalles, los numerosos símbolos obvios o enigmáticos, leyendo
y descifrando los topónimos extraños, recorriendo las numerosas notas, que explicaban el terreno,
informaban de los peligros para la navegación, todos esos pormenores necesarios cuando se
acercaba a la costa para ubicarse, cuando la navegación aún no se parecía a un juego electrónico con
el ahora imprescindible GPS. Al leer todo eso, cada uno participaba íntimamente en este mundo de
papel, reflejo idealizado del que se podía ver desde las alturas del puente de mando. Hoy en día, en
la época de los satélites y de los mapas electrónicos, con la simplificación pragmática de lo que se
edita, no pienso que los navegantes actuales cumplan con su tarea de apuntar regularmente las
correcciones oficiales señaladas por el Servicio Hidrogáfico en los numerosos mapas de a bordo con
las mismas ganas, que tenía yo leyendo esa inagotable novela iniciática. ¿Revelará ese pragmatismo
de ahora otros fantasmas, otros espejismos, otras creencias propias a esos chavales?
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Las palabras del capitán Río retumbaron en mi mente como una verdadera lección de vida. Me
libraron de mi endémica inquietud, me enseñaron unas aguas sanas por donde navegar tranquilo.
Me alegraba haber compartido esa experiencia con tales personas, aunque fuese durante escasos
años. Supe desde entonce que, enriquecido por un poco de esa extraordinaria lucidez hallada por las
soledades marinas, podría superar la perdida de mis piernas y hacer de tripas corazón para aferrarme
a mi vida coja. Supe también que las llaves del mundo, que buscaba con tan gran apuro bien podría
encontrarlas en los testigos que cada época dejó dibujados en los mapas a medida que se
descubrían mares y tierras. Por eso, me dedico desde entonces al estudio y a la interpretación de la
cartografía, desde las primeras representaciones hasta los funcionales mapas electrónicos de hoy en
día. Con esa afición insólita, esa vida coja me salió, y me sale todavía, bien.
Ayer, encontré en la habitación de Martín, mi hijo mayor, aficionado al buceo, una revista
que trataba de esa recién forma de turismo, otro cáncer de la codicia, que lleva a contaminar los
recovecos más escondidos del planeta. Me recorrió un escalofrío entre pecho y espalda al leer que un
programa de crucero por esas aguas meridionales del Mar Rojo, contaba con un sitio de buceo al pie
de una roca aislada llamada «Djebel Zanhá»...
Juan Roberto, diciembre 2010
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