Versión para imprimir
Feo, el mundo se ha vuelto feo
El sol brillaba entre nubes pesadas y el aire todavía caliente de este fin de
verano desprendía olor a atrasada primavera. Él conducía cautelosamente en estas
carreteras tan rectas y ondeadas del sur de Borgoña. Corría respetando la velocidad
limitada y, estoico, desprecía la nervosidad inútil de los vehículos que lo adelantaban.
Por delante, a la cumbre de una loma, donde la calzada colorada se juntaba al gris
acero del cielo, amenazaba una tormenta. El espectáculo le aliviaba un poco la
pesadumbre que lo abatía, y al final acabó por sonreír a este paisaje verde, al ganado
blanco ruminando a la sombra de los setos, a este musculoso y solitario toro de
mirada redonda. « Eso era el campo que le gustaba, el campo suyo », pensó. Pronto
tuvo que poner los limpiaparabrisas : ya llovía a chorro. « Ahora todo se ha jodido -
dijo por si mismo- ¡Se acabaron las ilusiones, las grandes ilusiones, que siempre nos
engañan, las que nos duran lo que la alegría en la casa del pobre !».
¿Qué tal su propia vida ? ahora que, de verdad, estaba cara a cara con lo
imprescindible. Le venían a la memoria cuantos episodios de ella, en suma muy
común. Recuerdos que le salían así, de repente, uno después de otro, sin lógica
ninguna, sin vínculos claros entre ellos. A veces, brotaban sus dichas de antaño, a
menudo, sus desilusiones o sus frustraciones. Eso le daba asco, le mareaba.
« Cuidado con la carretera - reaccionó -al andar por las ramas suceden los
accidentes... no hace falta, no hay que complacerse en el fango de la desgracia y
quejarse sin cesar después... »
¿Qué le pasó? « Perdí la esperanza a lo largo de esos últimos años, perdí las
ganas de vivir, y lo peor -sentenciaba- no es perder la felicidad, siempre irreal y
inalcanzable, sino malgastar la ilusión, la que tenemos de ella... ». Mientras cavilaba e
daba vueltas y vueltas a esas ideas pesarosas, inconscientemente no reducía ni siquiera
un ápice de su velocidad, lo que le valía unos dedos gordos de parte de los potentes
coches apremiados (por supuesto) y escandalizados por su descabellada y peligrosa
conducta :... - ¡no hay que fastidiarse! ¿dónde se cree éste ?-. « Ves, ya me toman por
un viejito senil... ». Cuando se agotara la lluvia, pensaba pararse, unos kilómetros
más adelante, a la orilla de una esclusa del canal, para ruminar todo eso a gusto en el
silencio de las aguas lodosas -¡si aún existe un silencio verdadero a orilla del cauce de
este mundo!-.
Estaba harto de su propio disgusto, debía aclararse, organizarse para buscar
algún sentido en todo este jaleo: «racionalizar, tío, una cosa a la vez, ¡No se te ocurre
por primera vez tal jodido embrollo, hombre! Siempre te ha salido bien, ¿no? ¡joder,
no te dejes ahogar por esas ñoñerías!». Recordaba entonces esos años de confianza
en su juventud, en su porvenir, cuando no faltaba más que uno se adelantase para
hacerse con la vida, hacer su agosto. ¿El mundo carecía de perfección?, ¡claro!, pues,
¡corrijámoslo! con total fe en la razón , el progreso, el librepensamiento y sobre todo
el libre albedrío. Eso era lo más significativo de lo que habían logrado transmitirle
sus padres profesores, fuera de todo compromiso dogmático e irracional. Después de
los estudios de ingeniero, despreocupados, a pesar de la huida cursi y cobarbe del
padre; el hallazgo rápido de un empleo en la gran empresa prometedora; el sueldo
cómodo y, más tarde, Ana, la pareja que esperaba y que le asentó definitivamente en
su papel de jefe de familia afortunado y de ejecutivo satisfecho. Adrede vinieron los
hijos, tres, ¡sobraba la pasta!. Y, poco a poco, años tras años, contienda tras
contienda, compromiso tras compromiso, traiciones pragmáticas tras traiciones de
hijo de puta para defender lo conceguido o lo inconfesable, para amparar a la famlia,
acabó por entregar al Diablo su alma entera; mientras el mundo iba cambiando, se
iba cerrando gradualmente y a cal y canto las mordazas de la trampa. ¡El nido
construido paja por paja se fue al carajo y uno se ha quedado en pelotas con gorra y
cinturón! No había sido criado, no había sido programado para este nuevo mundo
deshumanizado. Tampoco supo hacerlo en absoluto por sus vástagos. El mundo,
su mundo estaba empequeñeciéndose, acorralándolo en sus certidumbres de aguas
pasadas. ¡Sí, el mundo se ha vuelto feo!
El sol asomó su disco entre los nubarrones y sin demora el paisaje se volvió
risueño. No quiso esperar el canal y, súbitamente, abandonó la carretera principal
para engancharse, a la derecha, a una secundaria que, según señalaba un panel,
conducía hacia una iglesia del siglo XII cuyo nombre le sonaba. Dos o tres kilómetros
más tarde, llegó al pueblecito de no más de cinco granjas alineadas en ambas ribas de
la vía . Aparcó entre dos charcos en una plazuela bien arreglada, donde presidía un
majestuoso roble. El templo de tamaño modesto, rodeado de prados, demarcaba el
lugar del campo abierto. Al apearse, un aire fresco con olor a estiércol le rozó la cara.
Esbozó una sonrisa a la memoria de su niñez, cuando sus padres se afanaban por la
escuela pública de un oscuro pueblo. Ni cristo. Se instaló sobre el banco de piedra al
pie del árbol, frente al portal románico. Una gana de tábaco, olvidada desde tiempo,
lo sorprendió, subida de las entrañas. El olor a vacas, el verde chillón, casi irreal, de
los pastos mojados, el dorado rojizo de los muros del edificio, despertaron en él una
especie de alegría triste, de sabor agridulce, como si se iniciara un viaje recelado pero
inaplazable. Para borrar este pesar, se fijaba en el tímpano que remataba el portal de
la iglesia. La palabra «pantocrátor» brotó imediatamente de su memoria: eso sí, era
un «pantocrátor»: imagen apocalíptica de Cristo. Rememoraba también otros
términos, como «arco de medio punto», esos que ella empleaba y comentaba hasta
la saciedad. Ahora no estaba ella para explicarle los atributos de este Cristo pantocrátor.
Se demoró un largo momento pensando en eso. « Al fin y al cabo - concluyó - poco
ha cambiado desde entonces: en aquella época remota, de duda y recelo, los monjes
construyeron esas iglesias para cobijar del mundo feo a sus feligreses en pos de
asustarles, al ingresar, con la imagen amenazadora de Cristo y para que retumbara el
zumbido apaciguador de las oraciones; hoy en día, se encarrila lo mismo: los
chavales -como, Andrés, su hijo mayor- son adictos al compás hechicero de la
música que les proporciona sin cesar el Mp3 directamente en los oídos, y a una red
electrónica, que les enseña un mundo horroroso siempre en crisis donde el peligro
podría surgir de todo. «¿Así, el Ipod podrá desempeñar el mismo papel, que el rosario
de las ancianas beatas? - blasfemó -. Sí, es cierto, el mundo se ha vuelto feo,
nuevamente muy feo...». Y después de un vistazo al conjunto de la fachada: « Ves,
mamá , ¡que me pongo a disfrutar, como tú, de las viejas piedras! ¿Será qué tu
docencia empieza a dar unos frutos o qué me diste la oportunidad de superarte en
edad?
Quería enterarse de la hora y no encontró el teléfono móvil en los bolsillos de su
abrigo : lo había dejado en el coche. Se levantó y tuvo cuidado de no echar a perder
sus zapatos de charol con el lodo de los charcos al acercarse a la portezuela. Antes de
abrir reflexionó y, sin embargo, no llegó a pensar que, en el futuro, ni los Mp3, ni las
pantallas, ni los teclados de los ordenadores podrían ingresar en el patrimonio
artístico de la humanidad... Subiéndose en el vehículo leyó la hora en el móvil
puesto sobre el salpicadero y se fijó en que no captaba ninguna red
telefónica :«¡ Dichosa comarca !» se rió. Ahora no contaba con más de cuarenta y
cinco minutos para llegar a donde las lloronas. Con anticipación oía lo que iba a
decirle Nicolás, su hermano mayor : ¿«Dónde estabas, pata »?, te estamos esperando
desde hace tiempo, ¿tendremos que llegar tarde a los funerales de mamá ? ¡ o qué !
No contestas a tu móvil, ¿lo olvidaste?, ¡destornillado !» Por lo tanto, sabía muy bien
de antemano cómo tendría ganas de contestarle con el mismo ademán, que le habían
dedicado los fulanos de la carretera... También, bien sabía que no lo haría: las
circunstancias y su buena educación no se lo permitían, ¡ni hablar!
En las curvas que se adaptaban al andar caprichoso del canal tuvo que
apresurarse y fijarse más seriamente en el tráfico, que había mejorado ; apenas
vislumbró unas garzas en la orilla del agua, desdeñosas de la contaminación viaria.
Después de cruzar muchos sitios cuyos nombres retumbaban todavía en su mente con
la voz materna, por fin , desembocó en la llanura del río, cada vez más industrial y
mercantil a medida, que se acercaba a la ciudad, donde le esperaba el rebaño ya
agrupado de las lloronas.
Juan Roberto, noviembre 2010
Volver al inicio de la página