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El segundo tiempo
¡Qué se vayan a la mierda! Primer día en Francia y ya estoy hasta las narices de estos cabrones. Me lo dijeron mis amigos:
«No te vayas a Francia que son unos loquitos... » ¿Loquitos? ¡No! ¡Peores!
Al llegar, mientras que leía el cartel del aeropuerto y descifraba la palabra «Bienvenue», me han robado el monedero. Afortunadamente, no guardaba
dinero en el sino mi reloj de pulsera, porque se había roto la pulsera. Desgraciadamente, el dinero no da la hora.
En la calle, unos jovencitos muy amables me han vendido velas para poner en las ventanas en la fiesta de las luces. A mí me
encantan las fiestas. Muy feliz al empezar mi estancia con una fiesta, caminaba lentamente, admirando las guirnaldas eléctricas tendidas en las calles y esperando
la noche para ver la maravilla. En una plaza (una plaza de perros y colillas) había una valla y un monísima foto:
Y la incripción :
«8 décembre, fête des lumières»
¡Estamos a
12 de diciembre!
Y hoy en día (si se puede decir en este contexto), el encierro en una oscuridad total: ladrones, engañadores y ahora FARC...
¿Oscuridad total? No, ya que estoy escribiendo con la luz de mi mechero... ¡joder! El depósito de gas está vacío.
Tengo que apagarlo para que me quede una llama y pueda encender las velas. ¿Dónde las habrá colocado? Vamos a ver (otra expresión inadecuada).
Primera hora
Cinco minutos y tres equimosis más tarde, tengo la luz encantadora de las velas e incluso un reloj de arena. Lo he encontrado caminando a tientas. He reconocido
inmediatamente el objeto de madera y vidrio muy familiar. Había uno en la cocina de mamá cuando era niño. Me encantaba jugar con él. Se utilizaba para hacer huevos pasados
por agua. Una vez, hice docena y media (no había más en la nevera), uno después de otro. Me comí ocho y tiré los otros al cubo de la basura.
¡Qué filípica! En aquella bendita época, esas aventuras no se terminaban en el despacho de un psicólogo sino con el culito rojizo. ¡Qué azotaina! Por la noche vomité todo. Me quedé tres años sin comer huevos.
Segunda hora
Este reloj es gigantesco. Pienso que dura una hora al menos, pero para escribir, no se necesita una gran precisión. Me alivia escribir,
escribir distrae mis pensamientos y aleja mi miedo. Porque desde niño, tengo un miedo horrible a la oscuridad. No tengo vergüenza de escribirlo. Cada uno tiene
sus fobias. La mía es la de la oscuridad, sobre todo cuando es absoluta.
En aquel verano, me había enamorado de una chica, una princesa de belleza y distinción, una reina de amor. Me moría por ella.
En cualquiera de sus gestos cabía el mundo entero. Era de Galicia y había venido de vacaciones con sus padres a nuestro miserable pueblecito resplandeciente como mil
capitales merced a su presencia.
Me hizo creer que era un hada (no era tonto, sabía que era un juego) y me invitó a seguirla al sótano de una casa abandonada y casi derrumbada. Elle y yo, juntos en un sótano desierto... Allí, encontramos un saco
de patatas vacío. Mi hada, mi princesa, mi reina me mandó entrar en el saco, porque iba a transformarme en príncipe azul que podría besar (por supuesto, una princesa s
olo puede besar a un príncipe, y si es azul mejor). Pero,
cuando estaba dentro, cerró el saco con una cordel y se fue riéndose a carcajadas como una bruja (la bruja que era de verdad). Grité toda la noche. Tiene razón el
dicho: «antes puta que gallega».
Tercera hora
No veo nada fuera del círculo tembloroso de luz, que dibuja la llama. Si estuviera en mi encantador país, estaría de juerga como lo estoy cada noche allí. Aquí, estoy solo en una tenebrosa cárcel.
El silencio y el miedo... el miedo no. Soy valiente y sé superarlo. Allí, tengo muchos amigos que me quieren un montón. Siempre quieren ir de copas conmigo. Cada noche, al salir de los bares o al llegar a las discotecas, Ramón,
el más tonto de la peña, grita: «¡Qué pague el más inteligente!». Son mis amigos queridos, un poquito simples, pero sabiendo que soy: el más inteligente. No es culpa suya.
Cuarta hora
Estoy casi feliz escribiendo mis recuerdos. Echo de menos a mis amigos, incluso a Ramón. A veces, tal vez por casualidad, dice palabras cultas este gilipollas, mi querido gilipollas. Le quiero. Es casi acto de caridad,
una buena acción para que merezca el paraíso.
Me acuerdo del día en el que dibujé el logo de nuestra peña. Se lo enseñé a mis amigos. Ramón me dijo: «eres un buen filólogo». «¿Qué?». Y Ramón, no sé de dónde había sacado eso, me explicó que en griego,
el verbo «filo» (infinitivo «filein», pero con letras de un rompecabezas) significa que a alguien le gusta algo. Así que como a mí me gustan los logos, soy un filólogo. ¡Qué sorpresa!
Ya que había leído que la Complutense buscaba catedráticos, dibujé logos para varias empresas (Renfe, Telefónica, el Corte Inglés, Tío Pepe, Zara, Gallina Blanca, Chupa Chups...) y los llevé al despacho del director
del personal docente de la Universidad Complutense. Estaba seguro de que, con mi talento, me iban a contratar.
Cuando el director me pidió mis diplomas, abrí lentamente mi carpeta de dibujos y muy orgulloso, le enseñé mis logos con un gesto amplio. A verlos, se puso muy raro, no estaba acostumbrado a contemplar tanta perfección. Su compañero no pudiendo más, huyó ahogando sus sollozos: estaba celoso y despachado. El director me explicó: «lo siento mucho porque su trabajo
es estupendo pero no necesitamos filólogos». Entendí todo, no soy un idiota, acababa de dar el puesto a este maricón que lloraba en el pasillo.
¡Qué pena! Ya había hecho imprimir mis tarjetas de visita:
Ahora me sale el logo de FRANCIA, ni he reflexionado...
Como Picasso, no busco, encuentro. Una idea fantástica que esas letras coloradas como la bandera,
azul, blanco y rojo. Por supuesto, la «a», «ene» y «c» son blancas. Eso es mi genio. Además, se nota bien, que Francia no es una
tierra caliente.
Quinta hora
Ya es la quinta hora. Estoy superando mi miedo. Cinco es mi lucky luke o lucky number, no me acuerdo muy
bien. Todo eso por culpa de aquel imbécil de Ramón. Desde entonces mezclo lucky luke y lucky number.
Un día, le había dicho a mis amigos: «cinco es mi lucky luke» y Ramón, creyendo ser inteligente
pero demostrando, otra vez, que es un bobalicón, me respondió: «si cinco es tu Lucky Luke, tú eres mi Rantanplán». ¡Qué estupidez!
¿Hay alguna relación entre un número y un perro? Se las da de gracioso.
Sexta hora
El número cinco me trae suerte desde mi quinta hora de vida. A mi quinta hora de vida, tuve un ataque de
no sé qué. Una enfermedad muy grave. Me pusieron en una incubadora, una manera de huevo de plástico pero sin gallina.
Muerta de miedo (quizás es hereditario) mi madre le preguntó al médico sobre mis posibilidades de curación,
mis posibilidades de sobrevivir. El medico le contestó placidamente: «Señora, de los que padecen esta enfermedad, solo sabemos
que se mueren o se quedan idiotas». Y estoy vivo. Eso, ¿No es suerte?
Séptima hora
Pasa algo raro, creo que va a volver el miedo. Siete horas, son largas las noches en Francia. ¿Sería el cambio
de hemisferio o algo así? Siempre hay una explicación científica.
Octava hora
Ha vuelto el miedo. Son muy largas las noches en Francia. Las explicaciones científicas no alejan el terror.
Novena hora
No puedo más. ¿No va a levantarse el sol? Voy a tumbarme en el suelo y voy a relajarme. He leído algo sobre la
relajación. Solo hay que tumbarse sobre la alfombra y respirar con calma y profundamente. Me acuerdo ahora, la relajación es un estado de conciencia,
en el cual se perciben los niveles más altos que un ser humano puede alcanzar, de calma, paz, felicidad y alegría.
Décima hora
No funciona. ¿Cómo, en el suelo, se pueden percibir los niveles más altos?
Undécima hora
No funciona. Quizás porque no hay alfombra. El embaldosado está frío como la tierra de Francia. Tengo que levantarme de vez en cuando.
Duodécima hora
Sí, ha funcionado. Me he dormido un rato, soñando que todo eso era una pesadilla. Pero una gota de cera
caliente me ha caído en la frente e incorporándome de un golpe por dolor, he chocado la cabeza contra la mesa. Una quemadura y una
cuarta equimosis. Creía que era una una pesadilla, no, ¡Es una pesadilla!
Decimotercera hora
Ha vuelto la luz, en la calle y en el piso. No es la decimotercera hora, me equivoqué, la arena del reloj se
agota en solo un cuarto de hora (está escrito encima del reloj). He encendido la televisión.
Hay, en la pantalla, unos mamarrachos muy feos gritando y agitando carteles. No entiendo todo, pero creo que se ha acabado
la huelga de los trabajadores de la compañía de electricidad en nuestra región. La tierra es fría, pero los huelguistas tienen la sangre caliente.
Lo había olvidado, en Francia, la huelga es el deporte nacional, como el fútbol en España. Tengo que comprar
cerveza y pizza para el segundo tiempo. Ah, y para calentar la pizza, un microondas que funcione con pilas.
Antón Terías, diciembre de 2010
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