taller de escritura





Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Buenas noches cariño


El silencio asustó a Baldomero. Los pasillos del hospital no eran ruidosos, pero estaban llenos de vidas: conversaciones, timbres de enfermos pidiendo ayuda, risas de los visitantes, choques de los carritos empujados sin demasiado cuidado por las enfermeras. Aquí, en la habitación de su madre, una vez la puerta cerrada, había otro mundo. Un mundo de silencio sofocante, un mundo de enfermedades incurables, un mundo de peligros hipócritas presentándose escondidos detrás de batas blancas. Olía a ausencia, la de la vida. Postrada en su lecho de muerte, su madre estaba agredida por una tubería invasiva.

No, algo vivía. No en la cama hospitalaria, pero al lado. Se sucedían dos silbidos, uno agudo y uno un poquito más grave. Alternaban regularmente, mecánicamente, indiferente al drama de amor filial resolviéndose. Dando la espalda a la cama y a su madre, Baldomero se acercó al animal adormecido. En un frasco de vidrio espeso, una membrana se sublevaba y luego descendía produciendo este ruido de respiración un poco ronca. Era el respirador artificial. Ahora se acordaba que le habían dicho que su madre necesitaba asistencia por medio de un respirador suministrando aire a través de una abertura quirúrgica en la tráquea, que proporcionaba un acceso más directo y controlable a los pulmones, mediante una traqueotomía.

El tubo que mantenía a su madre con vida salía de un aparato complicado con botones por todas partes y una pantalla sobre la cual se dibujaban ondas. Una pantalla LCD como los televisores modernos, los que nunca pudo comprarse su madre. A ella, la pantalla LCD, fina y elegante, le parecía ser el colmo del lujo. Baldomero tenía el corazón encogido, habría podido ir a ver a su madre más a menudo y comprarle un televisor de pantalla LCD. Las ondas eran regulares e hipnóticas, el programa era un aburrimiento.

Baldomero se acordaba como se puso loca de contenta su madre el día en el que su padre llevó un televisor catódico a casa. Ni comió, ni bebió. Se sentó y el mundo desapareció. La pantalla era su único universo. Desgraciadamente (o afortunadamente, porque el resto de la familia tenía hambre), los programas duraban poco en aquella época. La madre tuvo que apagar el televisor al final de la transmisión, pero antes besó la pantalla: Desconectó el cable y se volvió descubriéndolos con una sorpresa no fingida. Había olvidado este mundo demasiado prosaico. Se quedó unos segundos con el enchufe en la mano. Jamás pudo su madre apagar los aparatos eléctricos girando el botón.

Los espectáculos no estaban en la pantalla sino en la silla de la madre. Tenía todos los papeles, protagonista, segundo papel, comentarista, juez de moralidad, traductora para sordos por gestos o mímica e incluso espectadora.

Para mirar al ZORRO, se sentaba a caballo en su silla, el pecho desbordando del respaldo que le apretaba los senos y que sublevaba con la mano para darles masajes por turno y aliviarlos. Pero en seguida los soltaba y los dejaba rebotar pesadamente (era gordita) con el fin de empuñar las riendas para echarse tras los bandidos. Las patas de la silla se doblaban peligrosamente al ritmo del galope fogoso del caballo. Con hazañas de amazona , se alzaba en la silla de montar  y saltaba sobre  el ladrón para tirarlo al suelo  y seguir luchando con espadas a tierra.

La madre se volvía maestra de esgrima, más bella, más esbelta, más deslumbrante que Adela de Otero, la que compró doscientos escudos, el secreto de la estocada del maestro a Don Jaime Astarloa. Mezclaba los terminos técnicos que había aprendido a lo largo de un reportaje sobre el arte de la esgrima, pero nadie en casa sabía sus significados exactos. Y nadie se enteraba. Se sentaba cansada, sacaba su pañuelo para secarse la frente, el pecho, las axilas y se burlaba del sargento García que siempre llegaba con retraso. Pero lo que la animaba más eran los programas de combate de lucha libre profesional, y sobretodo los combates mexicanos. No veía la lucha libre como un deporte, pero si como una ceremonia con un toque místico, heroico y divino. Era el eterno combate del bien contra el mal. Cada vez estaba más emocionada viendo el mundo arreglarse como Dios manda porque el mal era derrotado en medio de un abucheo. Era la justificación de una vida humilde, sin brillo y monótona, el desquite de la plebe, el sol de un horizonte imposible de hallar.

Aclamaba al Solitario  un luchador de máscara dorada. Era su sol, su astro, su Dios. El solitario tomaba vuelo como un pájaro y se impulsaba por encima de la tercera cuerda sin tocarla. Ciertamente era un ángel, un ángel dorado pues más elevado en grado, enviado sobre la tierra para aniquilar a las criaturas del infierno.

Naturalmente, el luchador que representaba el bien perdía el primer asalto. Era siempre por traición que el mal ganaba, y porque había llamado la atención del árbitro en otro lugar del ring. Odiaba al luchador del mal, pero era el que admiraba más antes de que empezase el combate. Si el ángel se quedaba en su nube de indiferencia a la furor de los gritos de los espectadores, el mal enseñaba sus músculos, el funcionamiento de los músculos haciendo moverlos. Cada vez era una sorpresa para la madre y una interrogación angustiada. ¿Era posible esta musculatura? ¿No había sido ella engatusada al casarse? No se parecía su marido a los que veía en el ring. Si admiraba los torsos desnudos de los luchadores, compraba a su marido ropa interior ancha para esconder su barriga. Su piel blanquecina y floja no brillaba tampoco con el brillo erótico del sudor. Entonces tenía que tomarse el desquite ayudando al bien al segundo asalto. Había subido a la silla para ver mejor por encima de las cabezas de los espectadores que le ocultaban el ring y no bajaban antes de la victoria del bien. Pero antes, miraba al mundo entero con la soberbia de la vencedora. Cada vez, el padre estaba un poquito celoso al oír «buenas noches cariño».

Había también momentos tiernos desbordantes de emoción intensa que la madre no llegaba a contener. Fue por ejemplo la primer aparición de Thalía en la telenovela mexicana María Mercedes. María Mercedes, una chica muy pobre, trabajaba como podía para mantener a su familia, un padre alcohólico y en paro, una hermana que no quería estudiar, un hermano aún niño. Después de numerosos golpes del destino, después de numerosas desilusiones, de numerosas traiciones con las que se enfrentaba con la fuerza de las conciencias puras, se casó con un hombre guapo, rico y atento que salvó a su familia de la miseria. Una lágrima enredó la vista de Baldomero siempre fascinado por la pantalla del respirador.

En la pantalla, las ondas corrían lentamente, una carrera sin prisa pero sin fin, eran, imperturbables, firmes, fuertes, serenas, tranquilas. No se desviaban de sus caminos. ¿Usaban unas sugestiones hipnóticas para uso terapéutico? Nunca el médico había hablado de hipnoterapia. Además, su madre no podía ver la pantalla, sino oír los sibildos. Pero ésos podían inducir el estado hipnótico. Al ver las ondas, al oír los silbidos, Baldomero se sentía relajado. Toda aprensión de la muerte le había abandonado, probaba las premisas de un letargo suave, casi embriagador. Sobre la pantalla, las ondas seguían el trazado del trayecto del péndulo. ¿A su madre le hubiera gustado este programa? A su madre, le gustaban los programas más dinámicos. Le gustaba comentar, hablar con los protagonistas que por supuesto, nunca contestaban. Cuando un periodista presentaba las noticias del día, su madre las puntuaba según su escala muy personal de la moralidad. A veces se enfadaba y blandía el puño o un cuchillo cuando cocinaba. Se reía igual que un niño durante los dibujos animados, lloraba con las novias abandonadas de las telenovelas, mandaba a los seductores al infierno y hacía las parejas. «Los guionistas son unos incapaces porque nunca te han consultado» se burlaba el marido. Pero nunca la madre aceptó el hecho de que alguien hubiera escrito un guión. La pantalla reflejaba la implacable crueldad de la vida. Cuando los hechos eran demasiado terribles, antes de desconectar, su madre consolaba a las almas supliciadas por la vida. Y los besos redoblaban, pero no se decidía a dejar el enchufe. Mientras que lo guardaba en la mano, no era consumida la ruptura. Entre ella y sus protegidas.

Baldomero veía a su madre viva en la pantalla (la del lecho era un maniquí). Las ondas la mecían. Tuvo ganas de cantarle una canción de cuna. Se puso a canturrear:

«A la ru ru, nene,
a la ru ru ya,
duérmete mi nene,
duérmase ya.
»


¡Cómo, de niño, le encantaban los ru-rus de su mamá ! Parecían ser los arrullos de unas palomas, o, ¿por qué no? de unas gaviotas. Se le ocurrió esta idea, a lo mejor a causa de los silbidos del respirador, el balánceo rítmico de la olas. Recordó el reportaje que había asombrado a su madre, durante un mes habló casi diariamiente de él.

Nunca había ido a la orilla del mar, y sabía que jamás iría. Y apareció en la pantalla del televisor, un mar inmenso, de la anchura de la pantalla entera. Ni pronunció una sola palabra hasta el final. Era verdad, existía esta maravilla. Tal vez la maravilla más maravillosa de la maravillas que Dios había creado. El mundo de los peces debía de ser secreto, profundo, terrible. Un mundo que daba de comer al mundo entero, pero una madre despiadada que se comía un nave de vez en cuando, y regurgitaba lo digerido con la punta de sus olas.

¿Y las olas? ¿de qué servían? Este movimiento perpetuo, de vez en cuando furioso, pero la mayor parte del tiempo sin maldad. Las olas habían sido creadas para balancear la cuna de Moisés y las gaviotas para arrullar al niño. ¿Hay olas en el Nilo y gaviotas en el cielo egipcio? Por supuesto, si no, ¿por qué Dios los habría creado? Las olas hipnotizaban a la madre, como también las ondas hipnotizaban a Baldomero. Su mente se limpiaba de las vicisitudes que su madre y él habían sufrido.

Tuvo su primer accidente cerebrovascular al ver al dueño de la tienda venir a recuperar el televisor, porque su marido no había podido pagar las cuotas mensuales. No pudo su madre retener su último beso. Pero estaba ya desconectado el aparato. La madre no había tenido el valor de decir «adiós». El dueño la miró asustado, miró al padre y se fue, no era asunto suyo. Al cerrar la puerta, la madre se desplomó en el suelo.

La madre estuvo a punto de morirse. Se quedó dos semanas en el hospital, dos semanas durante las cuales el padre y Baldomero siguieron en silencio el restablecimiento lento, temiendo a cada momento una final fatal. Se restableció y volvió a casa pero actuando como un fantasma, sin alegría, sin disgusto, sin palabra. A veces, pasando delante del mueble sobre el cual estaba la televisión, se inclinaba mecánicamente hasta el lugar vacío. Sus labios besaban el aire y su mirada brillaba un segundo al acordarse de la pantalla mágica. No podían aguantar este silencio de muerte en la casa y el padre fue a buscar un aparato más barato. Volvió un día con una radio.

La madre lo miró con desdén. ¿Qué poder tenía este aparato? ¿El de hablar y hacer ruido? Ella también tenía el mismo, pero no tenía ganas de utilizarlo. Un día, el padre miraba la radio muda. Su mujer estaba pelando zanahorias en la cocina. El padre conectó el enchufe. Después de una música muy alegre que la madre fingió no oír (habitualmente bailaba cuando oía música festiva), una voz femenina anunció un cuento de amor, de amor verdadero: Era la historia de un noviazgo roto por el accidente de la novia que se quedó desfigurada. Ella se fue, porque amaba demasiado a su novio para imponerle una visión de horror. Se lo explicó en una larga carta. La madre de Baldomero se secó una lágrima como si estuviera cortando cebollas, pero eran zanahorias. Después de unas cartas en las que cada uno juraba su amor eterno (la madre desplazaba su silla cada vez más cerca de la radio), el novio dijo que él también había sufrido un accidente y que se quedaría ciego. Entonces, la fuga de la chica ya no tenía sentido podían casarse. Además, sería una buena acción por la parte de la chica encargarse de un pobre ciego, de ser su lazarillo, su luz, su único horizonte. Se casaron y fueron felices. Vivieron juntos hasta la vejez. El hombre se murió agradeciendo a su mujer por haber sido su sol y su único amor. Pero al recoger las cosas de su marido, la mujer encontró su diario escondido, era una última prueba de amor, jamás había estado ciego, lo había fingido porque no había otro medio.

La madre de Baldomero no había dejado de pelar la zanahoria ahora del tamaño de una cerilla. Desde este momento encender la radio fue su primer gesto del día. Volvió la alegría. La madre de Baldomero cantaba con los cantantes más famosos, bailaba con la música de los mejores músicos, comentaba con desdén las noticias, no iba ella a ser engañada por los políticos y sus mentiras, lloraba escuchando las radionovelas.

¡Ah, las radionovelas! Quizás mejores que las telenovelas, porque en la radio sin pantalla, la madre se veía a si misma. Le encantó  ESTAFADA, la historia de Isabela, una mujer desengañada, decepcionada por el amor. Siempre, la protagonista empezaba diciendo que no creía en los hombres, y se iniciaba el diálogo con la madre: Sesenta y siete capítulos para llorar, delatar las argucias del amor, revelar que es una trampa, y doscientos cuarenta y ocho para enamorarse de un hombre excepcional y diferente. El único hombre que no sea un hombre, pero siéndolo. Había muchas dificultades que Isabela superaba una detrás de otra. Por eso fueron necesarios los doscientos cuarenta y ocho capítulos. Por suerte, se le había agotado la imaginación al guionista. Es hablando con voz trémula que, antes de desconectar, la madre, reconciliada con el amor y sus sueños dorados, besaba la radio. Baldomero veía a su madre en la pantalla y lloraba. Una enfermera a la que era violento interrumpir en este momento mágico, le dijo que era muy tarde y que habían terminado las visitas. Todavía en sus recuerdos, Baldomero besó la pantalla. Y deconectó el cable.


Antón Terías, mayo de 2011.


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