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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Se esconde la muerte


Desde niño, Ignacio temía a la muerte. Hizo suyo el miedo de su madre. La madre tenía miedo de morirse de un paro cardíaco, porque tenía una enfermedad de corazón, y tenía miedo de que se muriese su hijo, porque era parte de ella, no ella en otro cuerpo (lo que sentía tan pronto como manifestaba una veleidad de autonomía). Le decía : « eres mi corazón suave, eres mi corazón enfermo ». Su madre no quería que fuera a jugar al fútbol « te vas a romper una pierna », no quería que fuera a pasear al campo, « hay serpientes muy peligrosas », no quería que fuera a pescar « te vas a ahogar », no quería que jugara a los indios con sus amigos, « una flecha en el ojo y te quedas ciego », no quería que fuera a pasear en bicicleta, « con lo mal que están los caminos, te vas a fastidiar la columna vertebral y te quedarás en una silla de ruedas »... Cuando Ignacio se quejaba que se aburría, siempre su madre le pedía que hiciera un dibujo « eres un artista hijo mío ».

Su madre había adaptado (es decir cambiado todo) el maravilloso poema de Ruyard Kipling, « Serás un hombre, hijo mío » y se lo hizo aprender a Ignacio. Ignacio lo sabía de memoria y lo comprobaba su madre cada semana. Ignacio empezaba, y terminaba llorando, conmovido por la sonrisa religiosa y beátifica de su madre: Una vez se atrevió a preguntar sobre el papel de su padre que no aparecía en el poema. Se sobresaltó su madre con una cara de loca, una mueca de disgusto profundo, y una exhalación de angustia tan honda y tremenda que Ignacio tuvo miedo de haberla herido gravemente. ¿A qué venía este intruso en la relación simbiótica madre-hijo? Había dado su semen, era ya bastante asqueroso así, su papel se había acabado. Sometido a la tutela maternal y divina, Ignacio recitó lo suyo Cuando la madre había llamado a Dios a su socorro, nadie podía añadir nada. La madre no iba a la iglesia por fe, pero si por superstición. Puesto que hay una iglesia en la más pequeña aldea, es la prueba de la existencia de Dios. No rezar por su hijo sería ponerlo en peligro. Pero, por prudencia, no ponía todos los huevos en la misma cesta y, de vez en cuando iba a ver videntes. Una de ellas, le predijo que Ignacio se moriría en un accidente laboral. Desde este día, rechazaba todos los proyectos profesionales de su hijo opinando siempre que la carrera elegida estaba plagada de peligros solapados.¿leñador? « se mueren aplastados por caídas de árboles ». ¿Albañil? « se mueren por caer de los andamios ». ¿Carpintero?  «¿ Con todas las sierras... quieres vivir sin dedos? ¿sin manos? ¿sin brazos? ». ¿Fontanero? « con esos médicos incapaces de curar las quemaduras del soplete? ».¿Profesor? No hay peligro, « ¡Dios mío! No hay peligro? ¡Con todos estos pillos que te rompen los nervios! ». No quiero ir a verte al manicomio ». Ignacio nunca encontró el buen trabajo (quizás tampoco lo buscó verdaderamente). Nunca tuvo la idea de preguntar sobre los muertos y minusválidos que veía trabajar todos los días a veces silbando o cantando ¡los inconscientes! Entonces dibujaba.

Una vez, después de haber recitado lo suyos, se atrevó a escribir un poema debajo del dibujo: Al leerlo, la madre se puso histérica. Ignacio se puso muy contento. No sabía exactamente en que consistía este trabajo, ni donde pedir un empleo de genio, pero le bastaba la alegría de su madre. La madre pensaba que un genio, siempre en su despacho, ponía de vez en cuando, una obra maestra como la gallina un huevo. Pero la gallina lo hacía más frecuentemente porque se necesitan más huevos que obras maestras para hacer tortillas. No había ningún peligro en la carrera de genio, el único mancharse los dedos con tinta. Eso podía ser.

Ignacio creció pero conservó su alma de niño en un cuerpo adulto. La madre, dura de pelar, se mantuvo en sus trece. Desgraciadamente, la madre cuidaba de su corazón para guardar la puerta del despacho de su genio doméstico (desgraciadamente para Ignacio), afortunadamente, el padre se murió pronto, la madre pudo dedicarse en cuerpo y alma a su dignidad de carcelera de genio (afortunadamente para la madre). Le quedaba a Ignacio un escritorio, unas hojas de papel, unos bolígrafos, y la prohibición de salir del despacho sin haber puesto un huevo, perdón, una obra maestra. Aplastado por el peso de la culpabilidad, Ignacio se puso a escribir, es decir, a tachar las dos palabras escritas en la hoja de papel antes de arrugarla y tirarla a la papelera todo eso con gritos de desesperación y suspiros de impotencia. La carcelera, al oírlos, animaba a Ignacio. Ignacio había intentado escribir novelas de amor, pero no se había acercado a una chica a menos de dos metros, tenía miedo de las chicas, sospechaba que tenían poderes y que las mujeres chupaban la sangre (metáfora) a los hombres. Había intentado escribir ensayos sociológicos, pero no sabía nada de la sociedad de los seres humanos que veía desde la ventana de su habitación. Cuando quería salir de casa, la madre le recordaba el verso de Plauto « homo homini lupus », más o menos : los hombres te chuparán la sangre. Había intentado escribir algo de filosofía creía que su madre estaría orgullosa de él, pero no le gustó a su mamá Entonces, Ignacio se asomaba a la ventana para ver a las chicas pasear. Le llevaba el demonio, pero ¡eran tan hermosísimas! Se hubiera dejado chupar la sangre con buen gusto, para saber lo que era una vez al menos. Los hombres parecían felices al ser chupados, e incluso lo buscaban.

Una de ellas le gustaba mucho. Era alta, esbelta, morena y siempre estaba vestida de rojo. Reunía los colores simbólicos: el negro, el color del demonio, y el rojo, el color de la sangre. Ignacio fijaba su mirada caliente sobre las caderas de la chica. Las movía enérgicamente, estaban llenas de la potencia de este demonio con cara de ángel. ¿Qué escondían sus caderas? La vida por supuesto pero también la muerte, ya que una no puede ser sin la otra. Cuando Ignacio la veía, su vida tan tranquila tan aburida, se volvía vorágine le dio el nombre de Amalia tal vez porque comenzaba por las mismas letras que la palabra amar, tal vez porque su amor sonaba como los fados tristes de Amalia Rodríguez. Ignacio sentía la nostalgia de lo que nunca había vivido y jamás viviría. A veces, al verla, Ignacio tartamudeaba. Pero Amalia andaba sin verlo, sin matarlo, sin tener idea de la presecia de un enamorado loco y extraviado detrás de los cristales húmedos de lágrimas de la ventana.
<>br Cada día, la madre traía la comida a su corazón. Cuatro veces al día miraba con amor a su corazón alimentándose. A hora del desayuno (dormía en su habitación-despacho), del almuerzo, de la merienda y de la cena. Siempre comía con él, para verlo mejor, para no perder una miga de la felicidad de su corazón recuperando fuerzas. Se quedaba un rato para limpiar la habitación y veía como una señal del destino, el vaho sobrenatural que nublaba los cristales de las ventanas, incluso con tiempo seco y caliente. Todo el resto del día, Ignacio lo pasaba tumbado en la cama para reflexionar o digerir, o miraba a las chicas por la ventana esperando a Amalia. El invierno era un infierno porque las chicas iban escondidas bajo abrigos anchos y su único deporte era jugar al baloncesto con hojas de papel y papelera. Pero, al primer sol de la primavera iba de una ventana a otra para seguir por más tiempo a las chicas andando por las calles. Era adulto y su madre le impedía salir a la calle para desentumecer las piernas y acercarse a estos vampiros tentadores. Ahora veía el espíritu de Amalia en cada chica. Hablaba a cada chica. Su libro será un libro de mujeres, de sangre y de muerte, su mundo, su universo. Lo supo en su cama. Será la historia de un hijo indigno que mata a su madre, una madre imbécil, una madre indigna también  porque mantenía a su hijo en estado de niño. Una mentirosa que ejercía la profesión de vidente y no veía nada. No veía el martirio de su hijo, no veía que amaba a su vecina, la suave Emilia, un ángel rubio siempre vestido de azul celeste, el color del cielo, del paraíso. Vivía un infierno al lado del paraíso. Decía a su hijo la vidente, que todas la chicas escondían el demonio, sobretodo las de cara angélical. Antes de ser esta bruja, ¿no había sido una chica alegre y mona su madre? Era verdaderamente una madre « indigna también ». Ignacio se puso a escribir sin tregua, lleno de rabia contenida, vertiendo palabras amargas en vírgenes hojas de papel, martirizándolas con una pluma acerada. Encontró insultos terribles para la vidente, descubrió palabras de odio que nunca había aprendido, estigmatizó a la que era vidente porque temía los accidentes laborales y no salía de su casa, una chiflada que no echase de menos a nadie. Se encerró en una tumba por padecer insuficiencia cardíaca, pero no la padecía su hijo, ya estaba muerto en su casa oscura como la muerte, pero estaba vivo su hijo encerrado vivo.

El hijo indigno empezó por cambiar por agua la digitalina de su madre. Esperó unos días hasta que se quejase de taquicardia y arritmia y le dijo a su madre « indigna también » que criaturas del mundo paralelo le iba a matar, que fantasmas le acosaban. El hijo indigno, no salió de su habitación en toda la semana, se levantaba de vez en cuando para trasladar unos objetos, tirarlos al suelo o romperlos. Llamaba luego a su madre « indigna también »: La madre indigna también, empezaba a dudar de la salud mental de su hijo e incluso de la suya, porque cogía los objetos rotos del suelo. No podía reflexionar por culpa de su corazón, su salud física se deterioraba pero la  madre « indigna también no iba a ver al médico para vigilar a su hijo indigno. Se resolvió todo el día en el que el hijo indigno opinó que todo estaba a punto para dar la puntilla a su madre « indigna también ». La madre « indigna también » se precipitó hacia la habitación. Su hijo estaba tumbado en la cama, lleno de sangre, el índice tendido hacia un rincón de la habitación. Se volvió la madre y vio un maniquí blanco y desnudo con la cabeza debajo de su brazo, otro sin piernas pero con una sierra en la mano y un tercero, entero, levantando un brazo armado para apuñalar. El hijo tiró de una cuerda, y el maniquí, sobre ruedecillas, vino a caer al lado de la madre a la que, aterrorizada, le faltó definitivamente el aire.

La primera novela de Ignacio « la muerte de la madre indigna» fue un éxito. La madre digna de Ignacio se puso muy orgullosa y se preguntó si podían existir madres así. No, era imposible, era imaginación de genio. Desgraciadamente dos acontecimientos estropearon la felicidad del genio: la muerte de su madre, unas semanas después tuvo un ataque al corazón, y los cuchicheos de la mala prensa sobre la sexualidad del escritor sin novia pero comprando maniquís. ¿Para qué? ¿será sastre entre dos libros? Ignacio se dio cuenta de que la gente le espiaba para hacerle quedar en ridículo. Una tienda se había abierto en Chueca con su nombre. ¡Ignacio! una tienda que vendía juguetes eróticos, vibradores, lencería fina y lubricantes de Miel De Venus, y por supuesto maniquíes y muñecas inflables. Y el colmo, era que los dueños buscaban su dirección para que comprobara los juguetes. A Ignacio le dio miedo. Hizo poner 4 cerrojos más a la puerta de su casa. Pero una vez, detrás del cartero que le traía los contratos de su editor se había deslizado una periodista que lo había perseguido hasta su habitación. Una chica mala hermosa como el demonio y... puta como una chica. Una morena vestida de rojo como para ensuciar la memoria de la divina y virgen Amalia. La gente no tiene vergüenza, la gente, para hablar mal de la gente. « Homo homini lupus ». Compró una finca aislada. Una casa grande para encerrarse con mucha seguridad. Contrató a una empleada de hogar, eligió la más vieja, la más fea. A Ignacio le quedaba escribir, era lo único que sabía hacer, y se había enterado de que le bastaba tumbarse en un sitio y esperar la inspiración.

Se tumbó en el suelo del salón y esperó. Al cabo de un rato notó decoraciones de estuco en el techo. Había una justo por encima del sofá. ¿Qué pasaría si se cayera en la cabeza de la persona sentada? Imaginó un sistema muy ingenioso con una masa de hierro escondida en una decoración de estuco y un electroimán en la habitación de la planta superior para mantener la decoración pegada al techo. Como ése era muy alto, y con la aceleración, cortar la alimentación eléctrica del electroimán era matar de seguro, a la persona sentada. Todo era asunto de paciencia para que se sentase el futuro muerto en el sofá. Era el instinto del cazador acechando a su presa lo que llenaba a Ignacio de felicidad. La segunda novela también fue un éxito.

Se tumbó en el tablado del comedor. Cerró los ojos, inspiró y expiró profundamente y volvió a abrir los ojos. No vio nada. No había nada en el techo, las paredes era paredes regulares, con pintura de paredes y pinta de paredes. Pero había algo. Siempre hay algo. Una corriente de aire fría entre los hombros lo hizo tiritar. ¿Por qué sentía escalofríos? Porque aire del sótano se deslizaba entre les tablas mal juntadas. Se le ocurrió la idea de la trampa, una trampilla volcándose por el peso de una persona y, en el suelo del sótano, una docena de puñales con la punta deshilada hacia arriba. El tercer libro confirmó su fama.

Le bastaba tumbarse para encontrar la muerte. ¿Dónde está la muerte? en todas partes. Al escribir su cuarta novela, se divirtió mucho tumbándose en todos los rincones de la casa. Fue una colección de crímenes, de muertes asombrosas originales, inventivas. Por supuesto la tituló : «Se esconde la muerte ». Obtuvo el premio Planeta. Pero su inefable placer se oscureció cuando se le ocurrió el mal pensamiento de que se había agotado su inspiración. No quería salir de su tebaida, su refugio que conocía a la perfeción. ¿Dónde iba a tumbarse?

Leyó una crítica en un periódico : « "Se esconde la muerte", una novela helada como la muerte ». Su musa le visitó otra vez. Una novela helada, como si la hubiera guardado en una nevera o un congelador. Y había un congelador en el sótano, un congelador que quizás nunca había funcionado. Afortunadamente, nadie lo había tirado. Ignacio bajó al sótano limpió el fondo del congelador para tumbarse. Sembraba la línea narrativa de su quinta novela.

Oscuridad y silencio. ¿Silencio? No. Oía desplazamientos furtivos. El baile de los ratones. ¿Podrían matar a alguien unos ratones hambrientos? Y de pronto un movimiento de pánico, el gato bajó las escaleras, pero le importaban un bledo los ratones, huyo la perra de Ignacio. El gato saltó por encima del congelador sin tocarlo, pero la perra recayó pesadamente sobre la puerta, cerrándola herméticamente.

Ignacio no se espantó y se quedó tranquilo. Buscó su móvil en su bolsillo. No tenía el móvil pero dentro de un congelador con aislamiento térmico, tal vez no había red . Encontró el mechero y la carta que la empleada de hogar le había dado la misma mañana. Encendió el mechero para leer: Ignacio dejó de leer. Miró con alegría la llama del mechero. Sabía que consumía el oxígeno que iba a faltarle. Pero veía a Amalia, se apagarían juntos. Ignacio fue feliz hasta los ultimos soplos de sus corazones juntos que latían al unísono.

Antón Terías,junio de 2011.


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