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Don quijote a la pluma
pluma y tintero
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Azorón, un crítico literario


Una única palabra, pero una palabra en la que cabía un diccionario entero de superlativos positivos

Azorón había encontrado un texto: El texto que nunca se había atrevido a esperar. Azorón era un crítico literario famoso por sus posiciones firmes y su intransigencia. Era un defensor feroz de la completa pureza estética de las narraciones poéticas.

Azorón entendía la estética como la filosofía del arte. La filosofía busca la verdad, y la estética busca la verdad en el arte, o mejor, a través de él. Es una honda meditación sobre el ser humano, sus combates, sus derrotas, sus esperanzas, sus aventuras, sus indagaciones, sus sueños, su libertad, el destino que se forja. Tal vez Azorón había sido demasiado influido un poco por la lectura del mito de Sísifo, el ensayo de Albert Camus. Y desde esta revelación que le había revuelto, procuraba sin cesar encontrar las profundidades del alma humana. Y según él, la única manera para reflejarla lo más escrupulosamente posible era alcanzar la sinceridad por la simplicidad, la sobriedad, la eficacidad, la pertinencia y la congruencia, lejos de todas las falsificaciones retóricas de las figuras estilísticas que son la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, el quiasmo, la anáfora, el oxímoron, la paradoja... lejos de la menor floritura.

Y lejos también de la interpretación. Azorón odia el movimiento simbolista del siglo XIX, al que le gustaba elaborar obras literarias abiertas. Fue en acuerdo con este sentido que Umberto Eco escribió La obra abierta en la que explica que una obra está acabada hasta que le da vida el subjetivismo del lector, basado en su historia propia, su bagaje cultural, el punto de vista de su época. El lector según este enfoque, sólo es un enlace involuntario y sin iniciativa entre el Inconsciente término tan de moda en aquel momento por la aparición del Psicoanálisis) y las palabras intentando representar el mundo real.

Ahora, lo superfluo le hacía vomitar. Ahora todo era superfluo, y Azorón tenía el tubo digestivo delicado. Por eso, Azorón era un crítico literario que ahora no leía nada, nunca. Pero lo que acababa de encontrar...

Acababa de encontrar una joya, un esplendor, la estética en su pureza lustral, toda la fuerza de la expresión en un paroxismo de concisión, la fuerza cruda del lapidario en el más noble de los materiales. Azorón no era un idiota, sabía que un «  paroxismo de concisión » era una paradoja. Pero una paradoja muy cómoda. A veces, la paradoja no es una figura estilística, sino una hipérbole de la sencillez, y a veces, la hipérbole no es una figura estilística sino una apóstrofe al entendimiento, y a veces el apóstrofe no es una figura estilística sino un casi asíndeton que interroga la razón, y a veces...
Azorón tenía que escribir su crítica, la que iba a hacer de él un ser inmortal en la historia de la literatura. No debía escuchar más los raciocinios falaces del diablo que sólo quería la perdición de su alma ahogada por la inactividad y la impotencia creadora.

Azoró se tumbó en el canapé. Para él, el estado horizontal era el mejor para elaborar y afinar sus reflexiones, para perfilar sus pensamientos. Tumbado, refinaba mejor lo que iba a escribir, encontraba los argumentos más convenientes, los más adecuados para escribir su crítica. Desgraciadamente, a menudo se adormecía y la página quedaba en blanco. Pero esta vez sabrá resistir a los brazos lánguidos de Morfeo.

Se instaló confortablemente, los pies en el brazo del canapé para que bajara la sangre e irrigara su cerebro. Se tapó las orejas para no oír las tentaciones del diablo y cerró los párpados. Pero la luz atravesaba la piel de los párpados e impedía sus reflexiones. Reflexionó: ¿levantarse e ir a cerrar los contravientos y las cortinas?

Era correr peligro de distraerse y de perder la inspiración que lo visitaba. La inspiración es miedosa como un ratón y no había había que acogerla con las patas gruesas y torpes de un gato cruel. Entonces, se incorporó, se descalzó, se quitó un calcetín para ponerlo en sus ojos. Era perfecto. Podía sacar provecho de la embriaguez que confiere el intelecto, una embriaguez modulada por los olores de la condición humana. Podía empezar el baile de las palabras siguiendo la rítmica de la sintaxis. No durmió pero unas horas más tarde:
Azorón se puso el calcetín, se calzó y se fue a solucionar motivos triviales. No merecía tan malos tratos.

Antón Terías, abril de 2011


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