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Inolvidable
Fue una noche inolvidable. Era director de una pequeña impresa, una PYME como se dice (acrónimo de pequeña y mediana empresa).
Tenía poco colaboradores: para mí eran más colaboradores que empleados. Quería ser padre de familia en mi empresa y de
verdad, mi empresa era una familia. Todos se conocían, todos se apreciaban, todos eran como hermanos, al menos, buenos amigos.
Aquel día mi secretaria estaba guapísima. Estaba guapa todos los días, pero aquél día estaba guapísima. No soy de los
ejecutivos acostumbrados a practicar el deporte de los acosos sexuales. Ya lo he dicho, era un padre que cuidaba a sus
hijos. Pero aquel día, mi secretaria estaba estupenda. Una foto de revista. Por supuesto, la había contratado al ver
su curriculum vitae, pero además de tener referencias excelentes, era muy hermosa.
Tenía un pelo de ángel, rubio, ondulado, una niebla de oro, una aureola de luz como la virgen del perpetuo socorro en
el cuadro de mi iglesia. Ya no era virgen, no sé cómo me había enterado de eso, tal vez la lasciva manera de mover sus
caderas, pero era mi perpetuo socorro, resolvía todo los asuntos difíciles de la empresa, borraba los problemas.
Era también un ángel profesional y el despacho se había vuelto un paraíso.
Su tez lograba ser luminosa y su piel diáfana evocaba el esplendor de la azucena en la cumbre de su florescencia.
En esta cuna de amor, dos mariposas azules desplegaban sus alas oceladas de oro. No tenía que maquillarse,
y casi, no se maquillaba, excepto aquel día. Inexplicablemente me volvieron las notas de la canción de María
Isabel «Antes muertas que sencillas» Hasta me sorprendí tarareando:
«El pintalabios, toque de rímel
Moldeador como una artista de cine
Peluquería crema hidratante
Y maquillaje que es belleza al instante»
Mi secretaria me sonrió, conocía este éxito para chiquitas. Me preguntó si la prefería sencilla. Le contesté que no y no
sé porque, se me subió el pavo. Se enteró y brilló su mirada, una luz fugaz pero embriagadora. Pero no fue ironía, tampoco
burla, fue el orgullo de saberse bella y que lo note un hombre. Esta luz me atravesó como el rayo de una tormenta de amor.
Qué gilipollas era... «una tormenta de amor», me había vuelto adolescente, romántico y nostálgico, pero nostálgico por el
futuro: una nostalgia esperanzada. Vi a un hombre atractivo en el espejo de sus ojos: el hombre que acababa yo de ser.
Ya, como un adolescente, los espejos se me habían vuelto enemigos. Empezaban a reflejar un esquema corporal que no
era el idealizado, tampoco el de antes. Los espejos llamaban mi atención sobre los triviales detalles que aniquilaban
mis afanes de seductor: el pelo raro, unas arrugas, la piel apagada y distendida, el cutis sin firmeza y blando como
la mantequilla al sol, una pequeña barriga, una silueta, antes como la de Apolo, transformándose en bulto de Sátiro...
Sí, ¡un Sátiro! ¡Con lo mujeriego que era! Nunca tuve dificultad para ligar, al contrario, mis presas caían como chinches.
Cada vez leía su rendición en sus ojos. Es lo que había leído en los ojos-mariposa de mi secretaria. Hacía mucho tiempo
que no había leído su rendición en la mirada de una mujer y eso me invadió con un orgullo caliente. Ya tenía la edad
de la sangre fría, ¿Cómo resistir a la llamada del ego que hincha más en cada minuto? ¡Mi secretaria se había maquillado
por mí! Mejor hubiera hecho recordándome el aforismo del filósofo, escritor, ensayista y semiólogo francés Roland Barthes:
«La historia de amor («la aventura») es el tributo
que el enamorado debe pagar al mundo
para reconciliarse con él».
Fragmentos de un discurso amoroso
Su belleza alumbraba el despacho y mi corazón. Me dijo que nunca había tenido un superior como yo
(tampoco esta joven había tenido otro) y que quería agradecerme mi cortesía, mis gentilezas hacia ella y
sus compañeros (me importaban un pepino sus compañeros), mi firmeza suave (eso gusta a las mujeres, como dijo
un general de Napoleón, para gobernar a los franceses se necesita una mano de acero en guante de terciopelo),
mi comprensión de los problemas de los demás (siempre he pedido a mis empleados que me hablaran francamente,
así no tenía que espiarles ya que me contaban todo ellos)... Esta chica no sabía cómo manipular a los hombres,
¡pero sí que sabía maquillarse!
Me sonrió. Cuando una chica te sonríe así, es que acepta su derrota. Había vencido sin combatir. Eso me recordó mis
éxitos de don Juan. Al final de una vida amorosa complicada, me casé. Tuve cuatro hijos y con lo de la crianza, de las
enfermedades de cada uno, de mi nominación como director, casi me convertí en una persona fiel. Esta sonrisa me rejuveneció.
Y me latió muy fuerte el corazón cuando mi secretaria musitó más que preguntó que si quería ir a su casa que ya tenía la cena hecha.
¡Aún a mi edad podía seducir! Acepté y nos sentamos en nuestros escritorios.
Por casualidad me había invitado el día de mi cumpleaños. No iba a perderme esta fantástica ocasión de sentir otra vez
la conmovedora victoria del cazador o más sencillamente, la emoción de existir como hombre ansiado por una criatura de ensueño.
Fui al cuarto de baño para llamar a mi mujer y decirle que lo sentía mucho pero que por culpa de un error de esta secretaria de mierda,
tenía que buscar un error que ponía a la empresa en peligro y que probablemente iba a trabajar toda la noche. Le dije que nunca
podría perdonar a esta boba por haberme destrozado esta noche tan esperada con mi familia querida y que en cuanto encontrara el error,
despediría a la culpable. Esta decisión tomada de improviso, en el acto, me confortó. Nunca mi mujer podrá sospechar algo con
este castigo merecido. Nunca volverán a verse mi mujer y mi secretaria. Nunca más se hablarán. Sabía que sería difícil
inventar un motivo de despido, porque jamás había tenido que reprochar algo a mi secretaria, pero me fiaba de mi imaginación
para eso. Lo más importante era que no se enterara mi mujer.
Volví a mi escritorio y abrí una carpeta. Fingía reflexionar, los ojos en el vacío, pero admiraba a mi secretaria.
Me decía «deja de mirarla que te vas a enamorar como un majadero» pero no podía impedírmelo. No hice nada durante el día sino
que aprendí todas las curvas de su cuerpo cuando se levantaba para buscar carpetas en el armario u otras necesidades de su oficio.
Una vez leyó algo que había puesto en la mesa en frente de la ventana. Estaba a contraluz y la luz irisaba su cuerpo. Aposté que
lo había hecho a propósito. Intenté adivinar qué ropa interior llevaba. Siempre me había gustado que mis mujeres tuvieran
medias sujetas por ligas, pero esto, no había tenido tiempo de decírselo a mi secretaria. Pero cuanto alzó la mano para
coger un libro de cuentas que estaba en una estantería, se le subió un poquito la falda descubriendo un muslo admirable, pero sin
liga, sin este espacio de carne viva, tibia y palpitante que enloquece a los hombres. Llevaba panty, ¡Qué poco sabía del erotismo!
Seguro que llevaba panty. Quitar eso a una mujer es como mondar plátanos, no tiengo estomago para dos plátanos y haciéndolo
es arriesgar la indigestión. Habitualmente empiezo hasta poder acariciar la carne y termina la mujer porque teme quedarse en
ridículo con medias en las rodillas. Mi secretaria puso fin a mis reflexiones metafísicas cuando volvió a sentarse. Abrió el
libro de cuentas y empezó a verificar las sumas. Al cabo de un rato esbozó un mohín encantador.
En otra ocasión, este mohín me habría asustado, ¿Qué irregularidad había encontrado? Una irregularidad en la contabilidad siempre
es la pesadilla de un director de empresa. La contabilidad es la sangre de la empresa, el libro de cuentas su corazón.
De él depende el colapso y cada vez que se abría el libro de cuentas, mi corazón paraba de latir para oir mejor los latidos
del corazón de la actividad económica. Pero aquél día, no oí los latidos fríos de las cifras, sino el tumulto que hervía
de mi corazón que mi secretaria había enloquecido.
Esta mueca cautivadora me hundió en una fascinación poética en la que resonaban algunos versos del poeta francés Baudelaire (Le masque):
«Ese rostro que luce un mohín exquisito, ...
El velo que realza esa faz delicada
Cuyos rasgos nos dicen con aire triunfador:
¡El Deleite me nombra y el Amor me corona!»
Nunca había admirado su boca mareante, sus labios perfectos suaves y dulces, sensualmente húmedos, agrietados y tensos
a la vez. Labios para besar, labios para acariciar palabras de amor, labios para chupar los placeres apasionados de la vida.
Una jornada inolvidable, de contemplaciones, de miradas cómplices intercambiadas, pero ¡qué jornada tan larga! Las agujas del
reloj se arrastraban sobre la esfera para provocarme con insolencia. No hice nada aquel día, no estuve capaz.
Por fin, llegó la hora de la salida. Mi secretaria se acercó, fingí buscar unos documentos en el cajón para que no se enterara
de que me temblaban las manos. Me dijo que cada uno iría a su casa con su coche, pero que antes, quería que tomáramos el aperitivo
en un bar. Acepté, estaba dispuesto a aceptar todo. Arrancó el motor y la seguí en mi coche. En la carretera pensaba en la frase de
Georges Clémenceau jefe del gobierno francés: «El mejor momento del amor es cuando se sube la escalera». Desde mi escalón disfrutaba
de un futuro prometedor.
Soy un caballero y pagué el aperitivo. No entendía bien el porqué de esta etapa de contratiempo, ¿tal vez mi secretaria quería irritar
el deseo? Segunda visión mágica desde mi segundo escalón siguiendo el coche con destino a la casa de mi secretaria. En su pequeño piso,
me sirvió otra copa, me pidió que me pusiera a gusto y que la excusera un rato mientras que iba al baño. Puso un disco y bajó la luz
«para el ambiente» dijo. Me dejó en la casi oscuridad.
Soy un caballero, pero el perfume de mi secretaria en el piso, su presencia muy cerca en el baño, la obscuridad, la música,
el alcohol... increíble, estaba en un estado segundo. Observé las decoraciones, los muebles del salón un poquito cursi pero
tan romántico para una cita galante. La excitación y el alcohol nublaban mi cerebro. Otro escalón antes del placer...
De repente se abrió la puerta:
«Cumpleaños feliz
te deseamos a...»
Se callaron pronto... Todos mis empleados con tarta de cumpleaños, velas encendidas y regalos dejaron de cantar.
Entendí lo del aperitivo, tenían que llegar mis empleados antes que nosotros para celebrar mi cumpleaños. Se instaló
un silencio hondo, todos estaban petrificados: yo ya estaba desnudo.
Se me subió una segunda vez el pavo pero no se enteraron mis empleados puesto que no me miraban la cara...
Antón Terías mayo de 2012
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